Trabajo en un colegio público bilingüe. Cuando sucedió lo que paso a contar, era tutor de 1º de primaria, lo que significa que impartía a mis alumnos las áreas de matemáticas, de lengua y de Science y apoyaba en el área de Literacy.
Mis compañeras de nivel y yo estábamos creando material propio. Es decir, queríamos salirnos un poco de la dictadura del libro de texto (que mantiene su poder porque, ¡qué raro!, poderoso caballero es Don Dinero) y jugamos a, respetando como no puede ser de otro modo los contenidos a impartir en el curso, inventar sesiones con material propio que hilvanasen tales contenidos y diesen más sentido a su tratamiento en el aula.
En ello estábamos cuando un hecho normal me ayudó en dicho proceso creativo. Un día fui al baño de mi planta y encontré que alguien había dejado un rollo de papel higiénico vacío cuidadosamente apoyado sobre la cisterna. Pensé en la vagancia que el rollo representaba y no le di más importancia al hecho; tampoco lo moví de su sitio, quizá por la misma razón que esa persona anónima o por prisa, elemento lamentablemente muy presente en el día a día del maestro.
Al día siguiente, en el cuarto de baño, el rollo proseguía allí. Me tronchaba de imaginar cuántas personas visitábamos aquel lugar y el modo feliz en que no osábamos verterlo a la papelera que estaba junto al lavabo. Y así pasaron dos, tres, cinco días...
Mi sentido del humor sarcástico, o inefable, halló un punto al que dirigir su energía. Encontré un hueco (muy al estilo, insisto, de los maestros, que a menudo comen corrigiendo exámenes o se coordinan entre ellos por medios virtuales) para mostrar mi encanto y diversión: elaboré una ficha que imitaba las de los museos y en ella incluí el tamaño del rollo, el material del que estaba hecho, el año en que fue elaborado, su autor y finalmente el significado que aquella obra de arte nueva poseía. Con un poquito de celofán la coloqué en su sitio y allí estuvo unos días hasta que quien fuese la llevó por fin a su lugar.
Una compañera, pasados unos días, me comentó que había visto la ficha. "Te agradezco el detalle, porque me ha hecho pensar que podría elaborar fichas así con mis alumnos de quinto curso". ¡Toma ya! Una chorradilla graciosa acababa de inspirar a alguien en su trabajo. Sin duda, pensé, la chispa de la creatividad y de la motivación nace de modos inesperados.
Lo mejor de todo es que la carambola me benefició: consideré, un rato después, que mi compañera tenía razón y que se podía sacar partido pedagógico de aquello.
Y de golpe y porrazo, como no puede ser de otro modo cuando el rayo mágico cae sobre nosotros, nació El museo de los sueños: mis alumnos crearían sus propias obras de arte, así como su ficha explicativa, y para que estuvieran motivados sus papás irían al aula a verlas al final de tal unidad didáctica. Además, para no ser exclusivamente un proceso artístico, me inventaría, me inventé, una especie de cuento o narración que cada día avanzaba: trataba sobre unos niños que eran mágicamente transportados a un extraño museo y... (Hay que ser mi alumno para saber lo que sucede, lo siento, es secreto). Por supuesto, tanto en el camino al museo como dentro de él habría viajes en vagoneta que requerían hacer cálculos matemáticos, instrucciones relacionadas con estilos pictóricos, búsqueda de información para desenmascarar a ciertos personajes...
Gracias, individuo anónimo, por ser tan perezoso.